Yaky

Yaky es un pequeño perro lleno de nobleza y amor. Es de esos perros que no albergan ni una sola gota de odio en su corazoncito. Tampoco es capaz de atar una cuerda al cuello de su amo para dejarlo fuera de la casa pasando frío. Yaky es único entre todos.
Verlo correr por el césped del parque es toda una fiesta. Sus largas orejas parecen dos banderas flotando al viento y su alargado cuerpecito nos regala esa gracia que solo él posee.
Es sumamente inteligente y si quiere algo, el muy pícaro te mira con sus grandes ojos marrón que parecen reflejar tristeza, cuando solo hay en su mente ese afán de hacerle ver a su amo que él también necesita un poquito de atención.
Cada sábado, lo llevan hasta el parque para encontrarse con sus amigos. Cuanta gracia verlo correr con Sandor, el pastor que asusta a todos por su porte y gran tamaño, pero que es el mejor amigo de Yaky. Solo deja de jugar con Sandor cuando aparece la hermosa Mini.
¡QUE BELLA ES!
A Yaky se le acelera el corazón cuando corre hacia ella que le espera moviendo elegantemente la cola para ofrecer aquel beso perruno que tal vez parezca solo un leve roce de húmedos hocicos, pero que es en realidad, todo el amor que existe entre ellos. Corren, saltan, se revuelcan sobre la fresca hierba y dan vueltas alrededor del viejo almendro de fuertes raíces que ya han fracturado las aceras.
En el parque hay otros perros, pero cuando está Mini, Yaky solo tiene ojos para ella. Algunos se acercan, saludan con un leve olfateo y con un movimiento de cola parecen decir. "Luego nos vemos amigo".
Una tarde, Yaky estaba inquieto. Gente desconocida entraba y salía de la casa. Algunos vecinos, a los que Yaky conocía, hablaban muy bajo en la sala. Él sabía que algo sucedía, pero no imaginaba la envergadura.
El amo de Yaky había muerto. Era un anciano muy querido y respetado, pero no tenía familia que se hiciera cargo del huérfano perrito. Ni un solo vecino pudo asumir el cuidado de Yaky y como es de suponer, fue llevado a un refugio para mascotas.
Verse enjaulado fue muy duro. Yaky jamás estuvo encerrado, nunca se le puso una cadena al cuello, solo en aquellos paseos vespertinos o cuando lo llevaban al parque.
Los días en el refugio parecían interminables. No tenía apetito, casi no bebía el agua que le ponían. Extrañaba su casa y a su amo. No le interesaban las otras mascotas que al igual que ahora le sucedía a él, esperaban que algún humano los adoptara, pero eso solo sucedía con mucha suerte.
Una noche, mientras el cuidador de turno limpiaba la jaula, sonó el teléfono y fue a responder la llamada sin cerrar bien la jaula. Yaky aprovechó la que quizás fuera su única oportunidad a la libertad.
Con mucho sigilo saltó al suelo y caminó entre ladridos, graznidos, maullidos y todo tipo de sonidos. El pasillo parecía interminable. Sus cortas paticas daban pasos cautelosos. Todos sus sentidos se concentraban en la puerta entreabierta. Como una sombra escurridiza, llegó a un amplio salón donde estaba el cuidador, tan entretenido en el teléfono, que no vio el cuerpecito marrón que salió a la calle por la puerta principal.
Al fin libre.
Yaky corrió como un loco. Sus largas orejas danzaban al aire. Su hogar le esperaba y volaba hacia allá. No sabía, nadie le supo explicar. Era muy lógico. Los humanos no acaban de aprender el idioma de los perros. Si quieren hacer amigos de otros lugares, aprenden su lengua para comunicarse mejor, sin embargo, no han podido aprender a entender a los perros que desde siempre han estado acompañándolos.
La verja estaba cerrada. Yaky ladró con todas sus fuerzas. Esperó. Más ladridos pero nadie salió. Así pasaron las horas. Con la mirada triste por no entender qué era lo que impedía que su amo saliera a recibirle y bajo una fría llovizna otoñal, caminó sin rumbo alguno hasta que sus cortos pasos lo llevaron al querido parque de sus juegos.
Temblando de frío, buscó refugio entre las raíces del viejo almendro. Allí, hecho un ovillo, con el largo osico entre sus patas, se quedó dormido. Quizás fue una ráfaga de viento, tal vez el almendro se compadeció del pequeño que siempre veía jugar a su alrededor, lo cierto es que un montón de hojas ya marchitas, cayeron cubriendo el tembloroso cuerpecito que al fin pudo dormir arropado entre los brazos del viejo amigo.
Durmió con intranquilidad. Soñaba que su amo le llamaba con desespero y él no podía responder al llamado. Los lamentos de las mascotas cautivas en las jaulas llegaban a sus oídos. Con sus ojos cerrados, gemía y su cuerpo se estremecía, ya por el frío, ya por los malos sueños que llegaban hasta él.
Al amanecer, un fuerte ladrido lo despertó. Le pareció reconocer aquel sonido. Lo había escuchado tantas veces que no podía equivocarse. Era Sandor, no cabía duda. Se sacudió las hojas que le sirvieron de cobertor y corrió buscando al amigo. Pero no estaba.
 El sonido venía desde el auto que se dedicaba a la recogida de perros vagabundos. Yaky reconoció al hombre que se acercaba con jaula y lazo. Era el cuidador del refugio. Dio la vuelta y echó a correr perseguido por el cuidador. Corrió con la velocidad que sus diminutas patas le permitían, hasta que agotado, se detuvo bajo un puente, junto a un cauce de aguas sucias. Era tanto el agotamiento que no le quedó más que beber un sorbo de aquellas aguas putrefactas.
Con la cabeza gacha deambuló por la ciudad. El hambre hacía que su estómago emitiera mil sonidos extraños. Llegó a una callejuela y hurgó entre los desperdicios buscando algún alimento. Así cada día y al caer la noche volvía al parque para ser arropado por el viejo almendro.
Pasaban los días y las semanas. Yaky no comprendía por qué tanto castigo. Aquel pelo limpio y brillante había perdido todo el esplendor de antaño. Sus huesos eran tan visibles que daba lástima mirarlo. Solo volvía al parque en la noche por temor a que alguien lo viera y fuera devuelto al refugio de mascotas.
 Ya ni podía soñar. Estaba tan débil. Temblaba constantemente aunque no hubiera frío. Su vista estaba perdida en la nada. A veces un leve suspiro y un estremecimiento lo hacían abrir muy brevemente los ojos. Yaky no tenía fuerzas para abandonar su escondite entre las raíces del almendro. Tenía sed. Ya no sentía hambre, solo dolores punzantes en su estómago.
Mucho tiempo pasó el pobre en su escondrijo sin apenas abrir los ojos. Era como si ya la vida no le importara.
Al atardecer de un sábado, Yaky llevaba días sin comer y beber.  Estaba  irreconocible.  Su  cuerpo  sucio  y extremadamente delgado. La vida se le escapaba poco a poco. De pronto un fuerte ladrido lo hizo levantar la cabeza, pero las fuerzas no lo acompañaban y se dejó caer nuevamente.
Era Sandor, pero Yaky no lo había reconocido.
El pastor continuaba ladrando. Corría hasta su amo que conversaba con los amigos sentado en un banco y volvía hasta el almendro sin dejar de dar alaridos de desespero. Hasta que... después de insistir y tirar con sus dientes del pantalón de su amo, se hizo entender y el hombre siguió a Sandor hasta el almendro.
Allí estaba Yaky, ya sin fuerzas y con la vista apagada.
Sintió como lo cargaban. El cuerpo desvanecido y su cabecita colgando. Después, el sonido de un auto.
El amo de Sandor iba a toda velocidad por la autopista. El pastor no dejaba de lamer a Yaky como suplicándole que volviera a la vida. La tristeza se reflejaba en los ojos del perrazo que miraba a su amo como si le preguntara. ¿Qué le pasa a Yaky? ¿Por qué no reacciona?
Por fin llegaron a la clínica de animales.
El doctor conocía a Yaky y se asombró al verlo en aquellas condiciones. No era el perro alegre y saludable de siempre. Sandor, como si quisiera le explicaran que le sucedía a su amigo, miraba al doctor y a su amo. Solo veía como el doctor movía la cabeza de un lado a otro. Aquello era una pésima señal. Su dueño hacía igual cuando quería indicarle que algo hecho por él estaba mal.
Pasaron los días. La vida en la ciudad continuaba, aunque al finalizar la semana, el corretear de Yaky en la verde hierba se extrañaba, hasta el viejo almendro echaba de menos al pequeño. Sandor, con su porte imponente, junto a la fuente no sentía deseos de jugar.
Una voz conocida le hizo levantar las orejas.
Yaky ladró tan fuerte como pudo y el perrazo se puso de pié como movido por un resorte. Yaky corría hacia él que lo reconoció de inmediato.
No era un sueño. Era realmente su pequeño amigo. Yaky se restregó gimiendo de alegría contra el fuerte cuerpo del perrazo, que eufórico y feliz lo lamía sin cesar demostrándole su afecto. Los dos corrieron por todo el parque. Los demás perros se unieron al alboroto y hasta la hermosa y educada Mini acudió al encuentro de su amado gimiendo de alegría.
Desde un banco, el doctor y su pequeña hija se regocijaban con tal alboroto.
Después de mucha atención, antibióticos y mil cosas más, el doctor había logrado salvarle la vida a Yaky. Su amorosa hija, al conocer la triste historia del perrito, pidió a su padre adoptarlo.
Esa tarde era de fiesta. Los perros rebozaban alegría.
Yaky se apartó por un instante del grupo para ir hasta el almendro. Tranquilamente levantó una de sus patas traseras y dejó su marca en las fuertes raíces. Miró a la copa del árbol y le pareció que el viejo almendro le saludaba moviendo sus ramas.
Yaky lanzó un ladrido y sacudió fuertemente la cabeza haciendo aplausos con sus grandes orejas para correr veloz hacia la alegría.
Hacia la vida.


F I N


A la memoria de "Bombo" un pequeño e inteligente salchicha que sufrió el maltrato de sus primeros dueños y después, hasta el fin de sus días, supo llenar de alegría mi vida y la de mi familia .
Dedicado también a todos aquellos perros sin dueño que esperan llenos de esperanza a que alguien les abra las puertas de su corazón.

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