LA POESÍA Y TÚ
Es un error creer que solo los poetas conocen de poesía. Ellos tienen quizá las herramientas para plasmar en papel y adornar con coloridas metáforas la belleza que nos rodea o el dolor que nos agobia. Pero todos tenemos nuestra propia poesía y la vivimos a diario.
Quiero apoyar este punto de vista con un breve cuento inédito que escribí hace ya algunos años y al compartirlo con ustedes, solo pretendo apoyar mi tesis porque solo basta detenernos y mirar con los ojos del alma para sacar desde lo más profundo, ese arcoíris de amor que se desborda en todo ser humano.
El cuento que transcribo a continuación, aunque cuenta una feliz y dolorosa historia, también es un llamado a la reflexión, al altruismo y bondad que debe primar en aquellos que pretendemos ser cada día más humanos.
Ojalá puedan leer hasta el final sin aburrirse.
La vida es como el carrucel en una feria. Da vueltas, más vueltas y no podemos adivinar donde va a detenerse o qué sorpresa encontraremos al final de sus giros. Todos vamos en ese carrucel que muchos han llamado destino.
Esta es una historia de amor, desesperanzas y miedos. Es como la huella dejada en el alma y el corazón. Es como la bofetada del camino a nuestros pies sin darse cuenta que a veces necesitamos una caricia de amor que nos alimente y nos de fuerzas para continuar. Es una historia de fidelidad, amistad sincera y humanidad.
Yaky es un pequeño perro lleno de nobleza y amor. Es de esos perros que no albergan ni una sola gota de odio en su corazoncito. Tampoco es capaz de atar una cuerda al cuello de su amo para dejarlo fuera de la casa pasando frío y mucho menos golpearlo o apedrearlo como tristemente muchos humanos hacen con las mascotas.
Yaky es único entre todos.
Verlo correr por el césped del parque es toda una fiesta. Sus largas orejas parecen dos banderas flotando al viento y su alargado cuerpecito de patas diminutas y regordetas nos regala esa gracia que solo él posee y que obliga a voltear la mirada con una sonrisa cuando lo vemos pasar.
Es sumamente inteligente y si quiere algo, el muy pícaro te mira con sus grandes ojos que parecen reflejar tristeza, cuando solo hay en su mente ese afán de hacerle ver a su amo que él también necesita un poquito de atención. A veces se hace notar con su vozarrón, porque aunque Yaky es de pequeña estatura, le sobra potencia en el ladrido.
Cada sábado, lo llevan hasta el parque para encontrarse con sus amigos. Esos días el parque no tiene un sitio que no se encuentre ocupado por amos y mascotas que disfrutan de la sombra bajo los almendros. Unos conversan con los amigos, otros leen un libro o hacen sus ejercicios cotidianos. Allí, dejan en libertad a sus mascotas para que disfruten de ese poco de paz que todos necesitamos.
Cuanta gracia verlo correr y jugar con Sandor, el pastor que asusta a todos por su porte y gran tamaño, pero que es el mejor amigo de Yaky. Es tan pequeño y ligero que a Sandor le cuesta mucho alcansarle. Pero cuando lo hace... ¡Ay!... Yaky rueda como una pelota solo por un mínimo manotazo del perrazo. Claro está que Sandor núnca le haría daño. Para eso son los amigos, para amarse, tolerarse y tambien extrañarse una que otra vez. Porque los amigos núnca nos pesan si los guardamos en el corazón. Solo deja de jugar con Sandor cuando aparece la hermosa Mini, otra salchicha con brillantes colores negro y marrón, de porte elegante y mirada seductora.
¡QUE BELLA ES!
A Yaky se le acelera el corazón cuando corre hacia ella que le espera moviendo alegremente la cola para ofrecer aquel beso perruno que tal vez parezca solo un leve roce de húmedos hocicos, pero que es en realidad todo el amor que existe entre ellos. Despues del saludo y de contarse algun secreto que nosotros los humanos no podemos escuchar o entender; hechan a correr. Saltan, se revuelcan sobre la fresca hierba y dan vueltas alrededor del viejo almendro de fuertes raíces que ya han fracturado las aceras y que le han regalado algun tropezón a los transeuntes distraidos.
En el parque hay otros perros, pero cuando está Mini no hay ojos nada más que para ella. Algunos se acercan, saludan con un leve olfateo y se alejan con un movimiento de cola que parece decir. "Luego nos vemos amigo" aunque saben que si está ella, Yaky flota por los cielos soñando despierto.
Una tarde, Yaky estaba inquieto. Gente entrando y saliendo de la casa. Algunos vecinos, a los que Yaky conocía, hablaban muy bajo en la sala. Un extraño mueble de caoba adornado con muchas flores estaba rodeado de personas. Él sabía que algo sucedía pero no imaginaba la envergadura y cuanto cambiaría su vida a partir de aquel momento.
El amo de Yaky había muerto. Era un anciano muy querido y respetado, pero no tenía familia que se hiciera cargo del huérfano perrito. Ni un solo vecino pudo asumir el cuidado de Yaky y como es de suponer fue llevado a un refugio para mascotas. Verse enjaulado era muy duro. Yaky jamás estuvo encerrado, nunca se le puso una cadena al cuello; solo en aquellos paseos vespertinos o cuando lo llevaban al parque.
Los días en el refugio parecían interminables. Era un lugar de poca luz y mucha humedad. No tenía apetito, casi no bebía el agua que le ponían. Extrañaba su casa y a su amo. No le interesaban las otras mascotas que al igual que ahora le sucedía a él, esperaban que algún humano los adoptara, pero eso solo sucedía con mucha suerte y muchos terminaban sus días de la manera más cruel. Sin libertad.
Una noche, mientras el cuidador de turno limpiaba, sonó el teléfono y fue a responder la llamada sin cerrar bien la jaula. Yaky aprovechó la que quizás fuera su única oportunidad. Con mucho sigilo saltó al suelo y caminó entre ladridos, graznidos, maullidos y todo tipo de sonidos. El pasillo parecía interminable. Sus cortas paticas daban pasos cautelosos. Todos sus sentidos se concentraban en la puerta entreabierta. Como una sombra escurridiza llegó a un amplio salón donde estaba el cuidador, tan entretenido en el teléfono que no vio el cuerpecito marrón que salió a la calle por la puerta principal.
¡AL FIN LIBRE!
Yaky corrió como un loco. Sus largas orejas pegadas al cuerpo para hacerlo más veloz. No miró hacia atrás por temor a estar siendo perseguido. Su hogar le esperaba y volaba hacia allá. No sabía, nadie le supo explicar. Era muy lógico. Los humanos no acaban de aprender el idioma de los perros. Si quieren hacer amigos de otros lugares, estudian su lengua para comunicarse mejor, sin embargo, no han podido entender a los perros que desde siempre han estado acompañándolos con ese amor y toda la fidelidad que les caracteriza.
La verja estaba cerrada. Yaky ladró con todas sus fuerzas. Esperó. Más ladridos pero nadie salió. Así pasaron las horas. Con la mirada triste por no entender qué era lo que impedía que su amo saliera a recibirle y bajo una fría llovizna otoñal caminó sin rumbo alguno hasta que sus cortos pasos lo llevaron al querido parque de sus juegos.
Temblaba por el frío y por las gotas de lluvia sobre su cuerpo que, como diminutas perlas, reflejaban la luz de los faroles. Buscó refugio entre las raíces del viejo almendro. Allí, hecho un ovillo, con el largo osico entre sus patas, se quedó dormido. Quizás fue una ráfaga de viento, tal vez el almendro se compadeció del pequeño que siempre veía jugar a su alrededor, lo cierto es que un montón de hojas amarillentas y marchitas cayeron cubriendo el tembloroso cuerpecito que al fin pudo dormir arropado entre los brazos del amigo. Durmió con intranquilidad. Soñaba que su amo le llamaba con desespero y él no podía responder al llamado. Los lamentos de las mascotas cautivas en las jaulas llegaban a sus oídos pinchando como mil agujas. Con sus ojos cerrados, gemía y se estremecía, ya por el frío, ya por los malos sueños que llegaban hasta él.
Al amanecer, un fuerte ladrido lo despertó. Le pareció reconocer aquel sonido. Lo había escuchado tantas veces que no podía equivocarse. Era Sandor, no cabía duda. Se sacudió las hojas que le sirvieron de cobertor y corrió buscando al amigo. Pero no estaba. Fue a la derecha y no encontró a nadie, hacia la izquierda tampoco. El sonido venía desde el auto que se dedicaba a la recogida de perros vagabundos. Yaky reconoció al hombre que se acercaba con jaula y lazo. Era el cuidador del refugio. Dio la vuelta y echó a correr perseguido por el cuidador. Corrió con la velocidad que sus diminutas paticas le permitían, hasta que agotado, se detuvo bajo un puente, junto a un cauce de aguas sucias. Era tanto el agotamiento que no le quedó más que beber un sorbo de aquellas aguas putrefactas.
Con la cabeza gacha deambuló por la ciudad. Nadie puede saber los pensamientos que se agolpaban en su cabecita. El hambre hacía que su estómago emitiera mil sonidos extraños. Llegó a una callejuela y hurgó entre los desperdicios buscando algún alimento. Así cada día y al caer la noche volvía al parque para ser arropado por el viejo almendro que núnca le negó abrigo.
Pasaron los días y las semanas. Yaky no comprendía por qué tanto castigo. Aquel pelo limpio y brillante había perdido todo el esplendor de antaño. Sus huesos eran tan visibles que daba lástima mirarlo. Solo volvía al parque en la noche por temor a que alguien lo viera y fuera devuelto al refugio de mascotas. Ya ni podía soñar. Se sentía tan débil. Temblaba constantemente aunque no hubiera frío. Su vista estaba perdida en la nada. A veces un leve suspiro y un estremecimiento lo hacían abrir muy brevemente los ojos. Yaky no tenía fuerzas para abandonar su escondite entre las raíces del almendro. Tenía sed, mucha sed. Su osico se veía reseco y agrietado como cuando la sequía cuartea la tierra. Ya no sentía hambre, solo dolores punzantes en su estómago.
Mucho tiempo pasó el pobre en su escondrijo sin apenas abrir los ojos. Era como si ya la vida no le importara. Como si comprendiera que había llegado al final del camino donde un gran muro de dolor y tristeza le impidiera continuar.
Era el atardecer de un sábado. Yaky llevaba días sin comer y beber. Estaba irreconocible. Su cuerpo sucio y extremadamente delgado. La vida se le escapaba poco a poco. De pronto un fuerte ladrido lo hizo levantar la cabeza, pero las fuerzas no lo acompañaban y con un imperceptible resoplido se dejó caer nuevamente. Era Sandor, pero Yaky no lo había reconocido.
El pastor continuaba ladrando. Corría hasta su amo que conversaba con los amigos sentado en un banco para empujarlo con su musculoso cuerpo y volvía hasta el almendro sin dejar de dar alaridos de desespero. Después de insistir y tirar con sus dientes del pantalón de su amo, se hizo entender y el hombre lo siguió hasta el almendro donde encontró a Yaky, ya sin fuerzas y con la vista apagada.
Sintió como lo cargaban. El cuerpo desvanecido y su cabecita colgando. Después, el sonido de un auto. El amo de Sandor iba a toda velocidad por la autopista. El pastor no dejaba de lamer a Yaky como suplicándole que volviera a la vida. La tristeza se reflejaba en los ojos del perrazo que miraba a su amo como si le preguntara. ¿Qué le pasa a Yaky? ¿Por qué no reacciona? hasta que por fin llegaron a la clínica de animales.
El doctor conocía a Yaky y se asombró al verlo en aquellas condiciones. No era el perro alegre y saludable de siempre. Sandor, como si quisiera le explicaran que le sucedía a su amigo, miraba a los dos hombres. Solo veía como el doctor movía la cabeza de un lado a otro. Aquello era una pésima señal. Su dueño hacía igual cuando quería indicarle que algo hecho por él estaba mal.
Pasaron los días. La vida en la ciudad continuaba, aunque al finalizar la semana, el corretear de Yaky en la verde hierba se extrañaba. Hasta el viejo almendro echaba de menos al pequeño. Sandor, con su porte imponente se encontraba acostado junto a la fuente con el hosico entre sus patas delanteras y la vista fija en algun lugar que no podríamos definir. No sentía deseos de jugar. Pero una voz conocida le hizo levantar las orejas. Yaky ladró tan fuerte como pudo y el perrazo se puso de pié como movido por un resorte. Yaky corría hacia él y el Sandor lo reconoció de inmediato.
No era un sueño. Era realmente su pequeño amigo. Yaky se restregó gimiendo de alegría contra el fuerte cuerpo del perrazo que eufórico y feliz lo lamía sin cesar demostrándole su afecto. Los dos corrieron por todo el parque. Los demás perros se unieron al alboroto y hasta la hermosa y educada Mini acudió al encuentro de su amado saltando de alegría. Ladridos y fiesta en el parque. Creo que hasta una sonrisa se pudo notar en el almendro que movía sus ramas. Algunos podrán decir que hacía un poco de viento, pero nosotros sabemos que el viejo árbol estaba feliz.
Desde un banco, el doctor y su pequeña hija se regocijaban con tal alboroto. Y no solo ellos. Muchos de los que allí estaban sentían la hemoción del momento.
¿Qué había sucedido entonces con aquel perro moribundo que llegó a la clínica?
Después de mucha atención, antibióticos y mil cosas más, el doctor había logrado salvarle la vida a Yaky y con tantos cuidados fue recobrando sus fuerzas. La amorosa niña al conocer la triste historia del perrito y todo el sufrimiento que debió soportar al encontrarse solo pidió a su padre adoptarlo y Yaky volvió a recibir los mimos que merecía.
El parque estaba de fiesta. Ya lo hemos dicho, porque cuando la felicidad nos da un pellizco en el alma lo pregonamos como un eco para que rebote de muro en muro, de ventana en ventana, de sol a luna, desde la costa al mar. Los perros rebozaban alegría.
Yaky se apartó por un instante del grupo para ir hasta el almendro. Olfateó el tronco. Tranquilamente levantó una de sus patas traseras y dejó su marca en las fuertes raíces. Miró a la copa del árbol y le pareció que el viejo almendro le saludaba moviendo sus ramas.
La vida es hermosa aunque a veces nos golpea fuerte. Yaky lanzó un ladrido y sacudió fuertemente la cabeza haciendo aplausos con sus grandes orejas para correr veloz hacia la alegría. Hacia la felicidad.
F I N
A la memoria de "Bombo" un pequeño e inteligente salchicha que sufrió el maltrato de sus primeros dueños y después, hasta el fin de sus días, supo llenar de alegría mi vida y la de mi familia .
Dedicado también a todos aquellos perros sin dueño que esperan llenos de esperanza a que alguien les abra las puertas de su corazón.
Es un error creer que solo los poetas conocen de poesía. Ellos tienen quizá las herramientas para plasmar en papel y adornar con coloridas metáforas la belleza que nos rodea o el dolor que nos agobia. Pero todos tenemos nuestra propia poesía y la vivimos a diario.
Quiero apoyar este punto de vista con un breve cuento inédito que escribí hace ya algunos años y al compartirlo con ustedes, solo pretendo apoyar mi tesis porque solo basta detenernos y mirar con los ojos del alma para sacar desde lo más profundo, ese arcoíris de amor que se desborda en todo ser humano.
El cuento que transcribo a continuación, aunque cuenta una feliz y dolorosa historia, también es un llamado a la reflexión, al altruismo y bondad que debe primar en aquellos que pretendemos ser cada día más humanos.
Ojalá puedan leer hasta el final sin aburrirse.
La vida es como el carrucel en una feria. Da vueltas, más vueltas y no podemos adivinar donde va a detenerse o qué sorpresa encontraremos al final de sus giros. Todos vamos en ese carrucel que muchos han llamado destino.
Esta es una historia de amor, desesperanzas y miedos. Es como la huella dejada en el alma y el corazón. Es como la bofetada del camino a nuestros pies sin darse cuenta que a veces necesitamos una caricia de amor que nos alimente y nos de fuerzas para continuar. Es una historia de fidelidad, amistad sincera y humanidad.
Yaky es un pequeño perro lleno de nobleza y amor. Es de esos perros que no albergan ni una sola gota de odio en su corazoncito. Tampoco es capaz de atar una cuerda al cuello de su amo para dejarlo fuera de la casa pasando frío y mucho menos golpearlo o apedrearlo como tristemente muchos humanos hacen con las mascotas.
Yaky es único entre todos.
Verlo correr por el césped del parque es toda una fiesta. Sus largas orejas parecen dos banderas flotando al viento y su alargado cuerpecito de patas diminutas y regordetas nos regala esa gracia que solo él posee y que obliga a voltear la mirada con una sonrisa cuando lo vemos pasar.
Es sumamente inteligente y si quiere algo, el muy pícaro te mira con sus grandes ojos que parecen reflejar tristeza, cuando solo hay en su mente ese afán de hacerle ver a su amo que él también necesita un poquito de atención. A veces se hace notar con su vozarrón, porque aunque Yaky es de pequeña estatura, le sobra potencia en el ladrido.
Cada sábado, lo llevan hasta el parque para encontrarse con sus amigos. Esos días el parque no tiene un sitio que no se encuentre ocupado por amos y mascotas que disfrutan de la sombra bajo los almendros. Unos conversan con los amigos, otros leen un libro o hacen sus ejercicios cotidianos. Allí, dejan en libertad a sus mascotas para que disfruten de ese poco de paz que todos necesitamos.
Cuanta gracia verlo correr y jugar con Sandor, el pastor que asusta a todos por su porte y gran tamaño, pero que es el mejor amigo de Yaky. Es tan pequeño y ligero que a Sandor le cuesta mucho alcansarle. Pero cuando lo hace... ¡Ay!... Yaky rueda como una pelota solo por un mínimo manotazo del perrazo. Claro está que Sandor núnca le haría daño. Para eso son los amigos, para amarse, tolerarse y tambien extrañarse una que otra vez. Porque los amigos núnca nos pesan si los guardamos en el corazón. Solo deja de jugar con Sandor cuando aparece la hermosa Mini, otra salchicha con brillantes colores negro y marrón, de porte elegante y mirada seductora.
¡QUE BELLA ES!
A Yaky se le acelera el corazón cuando corre hacia ella que le espera moviendo alegremente la cola para ofrecer aquel beso perruno que tal vez parezca solo un leve roce de húmedos hocicos, pero que es en realidad todo el amor que existe entre ellos. Despues del saludo y de contarse algun secreto que nosotros los humanos no podemos escuchar o entender; hechan a correr. Saltan, se revuelcan sobre la fresca hierba y dan vueltas alrededor del viejo almendro de fuertes raíces que ya han fracturado las aceras y que le han regalado algun tropezón a los transeuntes distraidos.
En el parque hay otros perros, pero cuando está Mini no hay ojos nada más que para ella. Algunos se acercan, saludan con un leve olfateo y se alejan con un movimiento de cola que parece decir. "Luego nos vemos amigo" aunque saben que si está ella, Yaky flota por los cielos soñando despierto.
Una tarde, Yaky estaba inquieto. Gente entrando y saliendo de la casa. Algunos vecinos, a los que Yaky conocía, hablaban muy bajo en la sala. Un extraño mueble de caoba adornado con muchas flores estaba rodeado de personas. Él sabía que algo sucedía pero no imaginaba la envergadura y cuanto cambiaría su vida a partir de aquel momento.
El amo de Yaky había muerto. Era un anciano muy querido y respetado, pero no tenía familia que se hiciera cargo del huérfano perrito. Ni un solo vecino pudo asumir el cuidado de Yaky y como es de suponer fue llevado a un refugio para mascotas. Verse enjaulado era muy duro. Yaky jamás estuvo encerrado, nunca se le puso una cadena al cuello; solo en aquellos paseos vespertinos o cuando lo llevaban al parque.
Los días en el refugio parecían interminables. Era un lugar de poca luz y mucha humedad. No tenía apetito, casi no bebía el agua que le ponían. Extrañaba su casa y a su amo. No le interesaban las otras mascotas que al igual que ahora le sucedía a él, esperaban que algún humano los adoptara, pero eso solo sucedía con mucha suerte y muchos terminaban sus días de la manera más cruel. Sin libertad.
Una noche, mientras el cuidador de turno limpiaba, sonó el teléfono y fue a responder la llamada sin cerrar bien la jaula. Yaky aprovechó la que quizás fuera su única oportunidad. Con mucho sigilo saltó al suelo y caminó entre ladridos, graznidos, maullidos y todo tipo de sonidos. El pasillo parecía interminable. Sus cortas paticas daban pasos cautelosos. Todos sus sentidos se concentraban en la puerta entreabierta. Como una sombra escurridiza llegó a un amplio salón donde estaba el cuidador, tan entretenido en el teléfono que no vio el cuerpecito marrón que salió a la calle por la puerta principal.
¡AL FIN LIBRE!
Yaky corrió como un loco. Sus largas orejas pegadas al cuerpo para hacerlo más veloz. No miró hacia atrás por temor a estar siendo perseguido. Su hogar le esperaba y volaba hacia allá. No sabía, nadie le supo explicar. Era muy lógico. Los humanos no acaban de aprender el idioma de los perros. Si quieren hacer amigos de otros lugares, estudian su lengua para comunicarse mejor, sin embargo, no han podido entender a los perros que desde siempre han estado acompañándolos con ese amor y toda la fidelidad que les caracteriza.
La verja estaba cerrada. Yaky ladró con todas sus fuerzas. Esperó. Más ladridos pero nadie salió. Así pasaron las horas. Con la mirada triste por no entender qué era lo que impedía que su amo saliera a recibirle y bajo una fría llovizna otoñal caminó sin rumbo alguno hasta que sus cortos pasos lo llevaron al querido parque de sus juegos.
Temblaba por el frío y por las gotas de lluvia sobre su cuerpo que, como diminutas perlas, reflejaban la luz de los faroles. Buscó refugio entre las raíces del viejo almendro. Allí, hecho un ovillo, con el largo osico entre sus patas, se quedó dormido. Quizás fue una ráfaga de viento, tal vez el almendro se compadeció del pequeño que siempre veía jugar a su alrededor, lo cierto es que un montón de hojas amarillentas y marchitas cayeron cubriendo el tembloroso cuerpecito que al fin pudo dormir arropado entre los brazos del amigo. Durmió con intranquilidad. Soñaba que su amo le llamaba con desespero y él no podía responder al llamado. Los lamentos de las mascotas cautivas en las jaulas llegaban a sus oídos pinchando como mil agujas. Con sus ojos cerrados, gemía y se estremecía, ya por el frío, ya por los malos sueños que llegaban hasta él.
Al amanecer, un fuerte ladrido lo despertó. Le pareció reconocer aquel sonido. Lo había escuchado tantas veces que no podía equivocarse. Era Sandor, no cabía duda. Se sacudió las hojas que le sirvieron de cobertor y corrió buscando al amigo. Pero no estaba. Fue a la derecha y no encontró a nadie, hacia la izquierda tampoco. El sonido venía desde el auto que se dedicaba a la recogida de perros vagabundos. Yaky reconoció al hombre que se acercaba con jaula y lazo. Era el cuidador del refugio. Dio la vuelta y echó a correr perseguido por el cuidador. Corrió con la velocidad que sus diminutas paticas le permitían, hasta que agotado, se detuvo bajo un puente, junto a un cauce de aguas sucias. Era tanto el agotamiento que no le quedó más que beber un sorbo de aquellas aguas putrefactas.
Con la cabeza gacha deambuló por la ciudad. Nadie puede saber los pensamientos que se agolpaban en su cabecita. El hambre hacía que su estómago emitiera mil sonidos extraños. Llegó a una callejuela y hurgó entre los desperdicios buscando algún alimento. Así cada día y al caer la noche volvía al parque para ser arropado por el viejo almendro que núnca le negó abrigo.
Pasaron los días y las semanas. Yaky no comprendía por qué tanto castigo. Aquel pelo limpio y brillante había perdido todo el esplendor de antaño. Sus huesos eran tan visibles que daba lástima mirarlo. Solo volvía al parque en la noche por temor a que alguien lo viera y fuera devuelto al refugio de mascotas. Ya ni podía soñar. Se sentía tan débil. Temblaba constantemente aunque no hubiera frío. Su vista estaba perdida en la nada. A veces un leve suspiro y un estremecimiento lo hacían abrir muy brevemente los ojos. Yaky no tenía fuerzas para abandonar su escondite entre las raíces del almendro. Tenía sed, mucha sed. Su osico se veía reseco y agrietado como cuando la sequía cuartea la tierra. Ya no sentía hambre, solo dolores punzantes en su estómago.
Mucho tiempo pasó el pobre en su escondrijo sin apenas abrir los ojos. Era como si ya la vida no le importara. Como si comprendiera que había llegado al final del camino donde un gran muro de dolor y tristeza le impidiera continuar.
Era el atardecer de un sábado. Yaky llevaba días sin comer y beber. Estaba irreconocible. Su cuerpo sucio y extremadamente delgado. La vida se le escapaba poco a poco. De pronto un fuerte ladrido lo hizo levantar la cabeza, pero las fuerzas no lo acompañaban y con un imperceptible resoplido se dejó caer nuevamente. Era Sandor, pero Yaky no lo había reconocido.
El pastor continuaba ladrando. Corría hasta su amo que conversaba con los amigos sentado en un banco para empujarlo con su musculoso cuerpo y volvía hasta el almendro sin dejar de dar alaridos de desespero. Después de insistir y tirar con sus dientes del pantalón de su amo, se hizo entender y el hombre lo siguió hasta el almendro donde encontró a Yaky, ya sin fuerzas y con la vista apagada.
Sintió como lo cargaban. El cuerpo desvanecido y su cabecita colgando. Después, el sonido de un auto. El amo de Sandor iba a toda velocidad por la autopista. El pastor no dejaba de lamer a Yaky como suplicándole que volviera a la vida. La tristeza se reflejaba en los ojos del perrazo que miraba a su amo como si le preguntara. ¿Qué le pasa a Yaky? ¿Por qué no reacciona? hasta que por fin llegaron a la clínica de animales.
El doctor conocía a Yaky y se asombró al verlo en aquellas condiciones. No era el perro alegre y saludable de siempre. Sandor, como si quisiera le explicaran que le sucedía a su amigo, miraba a los dos hombres. Solo veía como el doctor movía la cabeza de un lado a otro. Aquello era una pésima señal. Su dueño hacía igual cuando quería indicarle que algo hecho por él estaba mal.
Pasaron los días. La vida en la ciudad continuaba, aunque al finalizar la semana, el corretear de Yaky en la verde hierba se extrañaba. Hasta el viejo almendro echaba de menos al pequeño. Sandor, con su porte imponente se encontraba acostado junto a la fuente con el hosico entre sus patas delanteras y la vista fija en algun lugar que no podríamos definir. No sentía deseos de jugar. Pero una voz conocida le hizo levantar las orejas. Yaky ladró tan fuerte como pudo y el perrazo se puso de pié como movido por un resorte. Yaky corría hacia él y el Sandor lo reconoció de inmediato.
No era un sueño. Era realmente su pequeño amigo. Yaky se restregó gimiendo de alegría contra el fuerte cuerpo del perrazo que eufórico y feliz lo lamía sin cesar demostrándole su afecto. Los dos corrieron por todo el parque. Los demás perros se unieron al alboroto y hasta la hermosa y educada Mini acudió al encuentro de su amado saltando de alegría. Ladridos y fiesta en el parque. Creo que hasta una sonrisa se pudo notar en el almendro que movía sus ramas. Algunos podrán decir que hacía un poco de viento, pero nosotros sabemos que el viejo árbol estaba feliz.
Desde un banco, el doctor y su pequeña hija se regocijaban con tal alboroto. Y no solo ellos. Muchos de los que allí estaban sentían la hemoción del momento.
¿Qué había sucedido entonces con aquel perro moribundo que llegó a la clínica?
Después de mucha atención, antibióticos y mil cosas más, el doctor había logrado salvarle la vida a Yaky y con tantos cuidados fue recobrando sus fuerzas. La amorosa niña al conocer la triste historia del perrito y todo el sufrimiento que debió soportar al encontrarse solo pidió a su padre adoptarlo y Yaky volvió a recibir los mimos que merecía.
El parque estaba de fiesta. Ya lo hemos dicho, porque cuando la felicidad nos da un pellizco en el alma lo pregonamos como un eco para que rebote de muro en muro, de ventana en ventana, de sol a luna, desde la costa al mar. Los perros rebozaban alegría.
Yaky se apartó por un instante del grupo para ir hasta el almendro. Olfateó el tronco. Tranquilamente levantó una de sus patas traseras y dejó su marca en las fuertes raíces. Miró a la copa del árbol y le pareció que el viejo almendro le saludaba moviendo sus ramas.
La vida es hermosa aunque a veces nos golpea fuerte. Yaky lanzó un ladrido y sacudió fuertemente la cabeza haciendo aplausos con sus grandes orejas para correr veloz hacia la alegría. Hacia la felicidad.
F I N
A la memoria de "Bombo" un pequeño e inteligente salchicha que sufrió el maltrato de sus primeros dueños y después, hasta el fin de sus días, supo llenar de alegría mi vida y la de mi familia .
Dedicado también a todos aquellos perros sin dueño que esperan llenos de esperanza a que alguien les abra las puertas de su corazón.
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